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30 centavitos

  • Foto del escritor: Libre Opinión
    Libre Opinión
  • 4 jul 2018
  • 5 Min. de lectura


¿Cuánto está? Le pregunté, “Treinta céntimos, nomás señorita”. Me subí a la balanza de aquel anciano, no con la intención de confirmar mi sobrepeso, si no, con la curiosidad de acercarme y hacer contacto, esa curiosidad que a uno le da cuando ve a un personaje. Me llamó la atención su vestuario extravagante, su sombrero colorido y roto, el saco a cuadros rojos y una piel muy arrugadita y cobriza. Le miré los yanquis, su dedo pulgar me saludó y volví a entablar la conversación, “Hace mucho frío ¿No?” El veterano me miró y soltó, “Mucho señorita, mucho ¿Carro para dónde va tomar?”. No sabía que decirle, ahora la que estaba fría era yo, con nerviosismo y de forma seca respondí: “La parada”, “Ahhh, ya va pasar ya”, me contestó. No era verdad, no quería ir ahí, lo único que quería era acercarme y conocer. Observé por mucho tiempo su mirada sin que se diera cuenta. Era como ver a un niño, vulnerable, débil, perdido y con la esperanza de que más personas se suban a esa balancita por treinta centavitos. Fue esa extravagancia y amabilidad la que me hizo mirarlo y pensar con detenimiento ¿Cuántos años puede tener? ¿Por qué está sentado en la avenida Abancay a altas horas? ¿Son la suma de muchos 30 centavitos suficientes para solventar la vida de un anciano?. Entonces, fue en ese momento cuando supe cual sería el destino de las siguientes líneas.

No me fui, me quedé con él y seguí en mi papel de limeñita perdida. El longevo me confesó que llevaba 15 años en ese mismo lugar, de ambulante, que no tenía hijo, “Solo soy señorita”, me dijo con una voz de melancolía, que su hermana menor se encargaba de él y que sería ella misma la que se encargaría de comprar su cajón cuando él muriera, o en palabras del señor, “Tengo mi plata guardadita para cuando... Cuaaaaaaj, pal cajón”. Me dijo que a pie va y a pie regresa, que a quince cuadras está su casa, eso es bueno, imaginarme que aparte de soportar el frio de la noche limeña, - esperando clientes en la calle - tendría que hacer un largo viaje, sería insoportable.

¿Qué lo habría llevado ahí? En Lima la informalidad abunda, los ambulantes son parte de la cultura visual en nuestra capital, sobre todo en el centro de Lima. Es imposible decir que nunca nos hemos cruzado con uno, hay de todas las edades, de todos los colores, de todos los tamaños, pase caserita, pregunte, sin compromiso. Y hoy en día, 2018, hay hasta de diferentes nacionalidades. Son los niños y los ancianos los que más sufren, pues la calle no es su ambiente, al menos no estando solos, vendiendo productos para garantizar un almuerzo.

No había necesidad de proponer preguntas, el anciano de la balanza hablaba y fluía muy bien, cual caño abierto en quinta un domingo de febrero. Me comentó que en los años 60 y 68 fue el periodo en el que trabajó en una fabrica hasta que quebró, “Y a la calle todos”, los despidieron a todos, me cautivaba la manera en narraba, parecía un niño acusando a su compañero con su miss, eran esos gestos, ese volumen de voz, su rostro, lo que hacía reafirmar mi idea ¿Dónde demonios está papá estado? Luego de ser botado de la fábrica se dedicó a la vida ambulatoria, no empezó con su balanza, porque ya antes mencionó que llevaba quince años con ella, matemática simple. Le echó la culpa a Andrade y Castañeda, pero sobre todo a Andrade,

Hice una pausa mental y busqué en mi memoria a un tal Andrade, desde cantantes hasta un futbolista, luego recordé a ese alcalde que desalojó a los ambulantes sin ayuda de la policía. En 1997, el alcalde Andrade encabezó un operativo para desalojar a los ambulantes del centro de Lima, enfrentó con la ayuda de la policía municipal a los policías de la nación, recordé a este personaje y seguí escuchando al anciano con atención.

“Si la fábrica no hubiera quebrado, ya estaría jubilado”. Es cierto, pensé por un momento en un final alternativo a la vida que lleva ahora el señor de la balanza, un cómodo sofá rojo de esos que no hacen bulla y siempre están calientes, abiertos a recibir a cualquier visitante, una televisión no tan pretensiosa y lujosa, pero si capaz de transmitir las noticias y uno que otro programa de su gusto, sobre todo imaginé el olor a estofado que trasgrediría las paredes de su casa, con el único fin de informar que la cena estaría lista; me lo imaginaba y a la vez lo miraba, con la misma mirada que lo veía antes de entablar conversación, con curiosidad, empatía y ahora un poco de tristeza, tristeza de saber que no puedo hacer mucho por este viejo hombre que me comparte momentos de su vida y me lleva a la reflexión, a un dialogo conmigo misma sobre la responsabilidad que tiene la sociedad con estas personas. Personas que no están aptas para trabajar por su avanzada edad pero aún así lo hacen. Pero dejemos la reflexión para el final, porque cuando pensé que había acabado, se vino lo peor.

¿Qué es lo peor que le puede pasar a un ambulante de avanzada edad que solo cuenta con su hermana menor a su cuidado y trabaja hasta las once de la noche en la avenida Abancay? ¡Enfermarse! La enfermedad lo venía acompañando ya mucho tiempo, no especificó cuando empezó y tampoco me interesaba saberlo, ya mucho dolor me había compartido como para precisar los años que lo acongojan. Está mal del corazón, y toma tres pastillas al día, “Agüita de azar también, una bocadita en la mañana y una bocadita en la noche” me informó el ambulante. Cuando mencionó eso más dudas me atacaban con fuerza, si el dinero final del día alcanzaría para sus gastos médicos, y si no fuera así, me consolaba pensar que estaba metido en cualquiera de esos programas médicos dónde ayudan a gente de bajos recursos. Sin mostrarle pena, solo asentía con la cabeza y le cambié de tema, me retiré de ahí pensando en el encuentro que tuvimos, en como podría ayudarlo desde mi posición, ayudar a más personas como él.

Subí a mi bus de regreso y traté de calcular cuantos ambulantes ancianos había visto en mi vida y por qué no me había puesto a pensar – a profundidad- antes en esta problemática. Tomar conciencia de que se vive en una ciudad muy individualista, donde todos están apurados, donde el carro se nos va, y a ellos, estos longevos ambulantes, se les va la vida sin poder vivirla dignamente.

Mientras que Facebook me anunciaba con una buena noticia, “Violinista de 78 años que tocaba en la calle fue contratado por lujoso restaurante miraflorino”, yo seguía pensando en el señor de los treinta centavitos y en lo último que me dijo: “Porque La Santa Biblia dice, aquella persona que sea autoridad, quien sea, que dañe o haga daño a la humanidad, al infierno”. Pobre señor, no estoy segura si el infierno existe, pero si estoy segura de la inverosimilitud de las

palabras desgastadas que se repiten cada cuatro años prometiendo una mejor calidad de vida para todos ¿Quiénes son todos?



 
 
 

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